lunes, 22 de marzo de 2010

Carlos Montemayor: homenaje de amigos en el DF


Participaron en el homenaje, de izquierda a derecha: el pianista Antonio Bravo, con quien Carlos Montemayor ensayaba, Luis Chumacero, el escritor Roberto Bañuelas, el pianista Francisco Núñez, Jimena una de las hijas de Carlos Montemayor, la mezzosoprano Encarnación Vázquez, su otra hija Alejandra, Susana de la Garza, SI, Angélica Pérez, que leyó poemas traducidos al náhuatl, el escritor Ignacio Solares, el poeta Marco Antonio Campos, Natalio Hernández, la burócrata del gobierno del DF Elena Cepeda de León, Salvador Martínez Della Roca y Miguel Álvarez. ®Borzelli Photography


Despedida sin adiós a Carlos Montemayor *
Marco Antonio Campos

Nos conocimos en 1973 cuando colaborábamos en el suplemento literario de El Heraldo de México. Alguna vez deberían rescatarse esas colaboraciones que redactó Carlos en aquel tiempo. Por ese tiempo se concentraba ante todo en la tradición clásica; en cierta dirección su guía en esto era Rubén Bonifaz Nuño. Borges, Bioy, Pound y Eliot, eran algunos de sus dioses modernos. Al principio la relación fue un gran desencuentro, pese a la mediación de un buen amigo de ambos, el escritor regiomontano Humberto Martínez, quien decía acertadamente que eran más las coincidencias entre nosotros que las diferencias.
El poeta Marco Antonio Campos recordando sus vivencias con Carlos Montemayor. ®Borzelli Photography

Su hija Alejandra Montemayor habló de su padre. ®Borzelli Photography

Por ese entonces, Diego Valadés, que era director de Difusión Cultural, lo llamó a dirigir la Revista de la UNAM. Quizá, a sus 26 años, haya sido el más joven de sus directores. En ese tiempo Carlos quería abarcar todo en grande: escribir, traducir, cantar, escribir libretos para música, y con el tiempo mucho logró.
El poeta Marco Antonio Campos. ®Borzelli Photography

Por una u otra vía, a fines de los años 70, un gran maestro de ambos, Rubén Bonifaz Nuño nos llevó a reconciliarnos. No nos veíamos con frecuencia, pero fue una amistad entrañable y solíamos bromear, haciendo un tour de force verbal, que éramos gemelos. En noviembre de 1981 Carlos, que era director de Difusión Cultural de la UAM, organizó un viaje inolvidable a New Haven, Long Island y Nueva York, con Bonifaz y otros amigos, y dimos conferencias y lecturas. Carlos, a quien le encantó siempre la ópera, cantaba arias donde quiera que estuviéramos, pero lo que más me asombró, fue cuando en casa de la profesora de Columbia University Norma Klahn, tocó la guitarra y cantó y cantamos hasta el amanecer canciones de la época de Manuel Ponce y canciones de rock en español. Se sabía todas, o casi. Bernardo Ruiz y René Avilés Fabila han hecho varias crónicas muy amenas de aquellas jornadas.
El pianista Francisco Núñez y la mezzosoprano Encarnación Vázquez en la interpretación de poemas de Carlos Montemayor. ®Borzelli Photography

Para mi asombro, Carlos se concientizó en los años 80 y se convirtió en una de nuestras conciencias políticas. No olvidó la gran cultura, pero se colocó a ultranza al lado de los perseguidos, de los indígenas, de aquellos que han sufrido la violencia de Estado, de los pobres de los pobres, y los defendió desde las trincheras que pudo. Fue, frente al poder, todo lo contrario del intelectual y escritor acomodaticio y del no escaso género del camaleón despreciable. No faltaron para él las picaduras de los alacranes.
Alejandra Montemayor. ®Borzelli Photography

Una mañana en la terraza de una casa de Coyoacán, a finales de los años 80, me leyó un capítulo de una novela que estaba escribiendo sobre la guerrilla de Lucio Cabañas. Era Guerra en el paraíso. Le dije: “Si así es toda la novela, será lo mejor que hayas escrito”. Cuando la leí impresa, confirmé mi suposición. Las páginas de los combates son tan vívidas que se leen casi sin aliento. Sin duda es una de las novelas mayores de los pasados 50 años. No sólo eso: dentro de muchos de los notables libros que escribió es en su obra la joya de la corona. Miembro de una promoción de narradores relevantes nacidos en la segunda mitad de los años 40, hijos políticos y literarios del movimiento estudiantil de 1968 (Hernán Lara Zavala, Luis Arturo Ramos, Guillermo Samperio, Paco Ignacio Taibo II), Carlos fue un sobresaliente maestro de esa suerte de novela-crónica o crónica-novelada del pasado reciente histórico. Además de Guerra en el paraíso, baste recordar esa intensa novela, hecha como en rompecabezas (Las armas del alba), sobre el fallido intento de asalto al cuartel de Madera, Chihuahua, y la minuciosa reconstrucción de la matanza del 2 de octubre de 1968 (Los informes secretos), donde halla aspectos no vistos que muestran irrefutablemente la complicidad infame del gobierno y de los militares.
El poeta Marco Antonio Campos. ®Borzelli Photography

En 1988, para la colección de Material de Lectura de la UNAM armé una antología de su poesía con un prólogo que después recogí en el libro Los resplandores del relámpago (“Las ciudades de Carlos Montemayor”). Sus impetuosas novelas, su divulgación de las literaturas indígenas y su trabajo periodístico, han hecho tal vez que no se atienda al buen poeta que fue. Hace un par de años, en un prólogo (Antología de la poesía mexicana del siglo XX, editorial Visor), escribí: “En poesía, Montemayor es ante todo autor de un muy hermoso libro de poesía (Finisterra), y de éste, son particularmente recordables, el ciclo de ‘Memorias’, donde evoca con honda melancolía instantes de niñez y adolescencia en su ciudad nativa, y el poema de amor de largo hálito, que da título al libro (Finisterra) que le debe no poco a la “Oda marítima” de Fernando Pessoa, que él tradujo”.
El pianista Francisco Núñez habló de la importancia de la música para Carlos Montemayor, acompañado de la mezzosoprano Encarnación Vázquez. ®Borzelli Photography

Coincidimos en varios viajes, en buen número de mesas redondas, y solía verme con él en reuniones en casas de Alí Chumacero o de su hijo Luis, con Juan Gelman, o cuando venía Lêdo Ivo. Tengo la impresión de que hubo un entrañable cariño recíproco. Hasta hace unos meses parecía un roble y estaba lleno de proyectos. Viajaba y escribía mucho. Lo acompañaba siempre Susana de la Garza, su mujer, que le hacía un magnífico contrafuerte con su serenidad y dulzura. Con Carlos Montemayor México no sólo pierde una conciencia política insobornable, un escritor irrepetible, sino nos deja a sus amigos más solos. Con él, las hojas del árbol de la generación empiezan a caer. Y él era una gran hoja.
El poeta Marco Antonio Campos. ®Borzelli Photography

Alejandra Montemayor. ®Borzelli Photography

*Texto leido por Marco Antonio Campos, en el homenaje que organizó el gobierno del Distrito Federal a Carlos Montemayor.

Recuerdo de Carlos Montemayor*

Luis Chumacero

Conocí a Carlos Montemayor a mediados de 1973 y lo que en un principio nos acercó fue que teníamos amigos en común, como Marco Antonio Campos y Bernardo Ruiz, y que también compartíamos lo que en ese entonces llamábamos afición a la lectura, sobre todo a la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, y a la poesía de T.S. Eliot, antes de descubrir que no le eran ajenos los poetas italianos del Renacimiento ni los contemporáneos como Pavese, Ungaretti y Montale, entre otros. Su interés por la literatura, la historia y la música hacía que quien se aproximaba a él recibiera la impresión de alguien distante, ensimismado en lo que había leído o escrito recientemente. Nada más alejado de la realidad para quienes lo conocíamos. Con el paso del tiempo descubrimos a un ser generoso, con sentido del humor y, en pocas ocasiones, que hacía gala de irreverente. Lo recuerdo mucho a partir de los años ochenta, cuando llegaba a las comidas que organizaba mi madre para los cumpleaños de mi padre, en las cenas de Nochebuena y en las fiestas en mi casa, en la de mis hermanos o en las de otros amigos. Carlos se hizo uno de los nuestros y las conversaciones nos llevaban muchas veces, cuando había que hablar con seriedad, a la historia de México, a sus revoluciones, a temas como la injusticia social y, por supuesto, al asalto al cuartel de Ciudad Madera, al levantamiento indígena en Chiapas, a la guerrilla y a la represión en contra de los movimientos sociales.

En julio de 1998 mi padre cumplió ochenta años e hicimos un viaje a Acaponeta a visitar la casa donde había nacido. Íbamos Susana y Carlos, mis hermanos Alfonso, María, Guillermo, con sus respectivos cónyuges, Vida y yo y un amigo que Carlos había conocido en mi casa, Guillermo Terroba, que estaba interesado en la historia de los movimientos armados en México, en la intervención de la Dirección Federal de Seguridad, y quería aprovechar la ocasión para plantearle a Carlos sus dudas y preguntas. El viaje no sólo incluyó la estancia en la casa que había sido de mis abuelos y en la que había crecido mi padre y que ahora pertenece a mis tíos, los recorridos por la ciudad entre las piedras, el aire caliente bajo un sol de lumbre, el río con sus gaviotas, el puente sobre el que pasa el ferrocarril, sino también una ida diaria a la playa de Novillero, a treinta kilómetros de Acaponeta. Recuerdo que Carlos se había dado como misión poner en papel una idea que nos había comentado en la mañana acerca de La tormenta, de José Vasconcelos. No sé si después la escribiría. De lo que estoy seguro es que por lo menos la pospuso porque finalmente el mar, el sol, las cervezas y la conversación de las señoras sobre cirugía plástica, resultaron más atrayente. Su máquina de escribir quedó reposando en su estuche sobre la arena.

Esa noche, en la sobremesa, y ya en casa de mis tíos, Carlos puso un disco con música de ópera y decidió que debíamos escucharlo. Era la pista con la música de las canciones que había grabado recientemente y que en algunos días estaría a la venta. Carlos nos cantó “O sole mio” y una parte de La Traviatta. Recuerdo que cuando terminó, se rió luego que le dije que su disco ya lo habíamos comprado en versión pirata en el mercado de Acaponeta.

El año en que nos conocimos Carlos ya había publicado Las llaves de Urgell. Le comenté que me había gustado, palabras más, palabras menos, el tono que manejaba, creaba y recreaba las llaves, los ruidos, los días, las piedras, el oficio del padre. Trabajaba en un libro de poemas que cuatro años más tarde se llamaría Las armas del viento y fue la primera de sus obras que me dedicó. Ahí yo había leído:

Todos los hombres y niños

Escuchan la risa de los muertos.

Esa noche.

Quizás la eternidad se aparte.

Es noche.

A principios de los años ochenta empezó a tratar a mi padre porque ambos eran asesores en el Centro Mexicano de Escritores, al que le dedicaron muchos años, paciencia y entusiasmo, y es a partir de entonces que sus visitas a la casa de mis padres en la calle de Gelati se han más frecuentes. Así, nuestros encuentros, sobre todo a mediados de los ochenta, se intensificaron y las conversaciones incluían una que afortunadamente nunca terminaba, porque era un juego sobre las posibilidades de formar una biblioteca, sobre las gramáticas de los idiomas y la imposibilidad de Marco Antonio Campos, mis hermanos y yo por adentrarlo, o cuando menos acercarlo, al mundo del fútbol.

De su obra narrativa siempre me refería a la que creo que es la mejor novela que publicó, Guerra en el paraíso, sobre la guerrilla de Lucio Cabañas, en que la versión oficial es que todo luchador social es un agitador, un delincuente que amenazaba las instituciones que no deben cambiar y forma grupos que causan terror. Las armas del alba es una obra que narra, luego de una ardua investigación, el ataque guerrillero a la guarnición militar en Madera, Chihuahua, y la posterior represión. Cuando terminé de leer La fuga le hacía la broma de que, debido a lo que cuenta acerca de los presos que escapan del penal de las Islas Marías y que uno de ellos era de Acaponeta, la policía había detenido a uno de mis parientes para interrogarlo. Las autoridades argumentaban que se basaban en un testimonio de primera mano firmado por Carlos Montemayor.

No olvido la irrupción zapatista en 1994, la lectura de Chiapas. La rebelión indígena de México, ni lo que Carlos jamás se cansaba de repetir: los guerrilleros no son terroristas. No cejó en denunciar con inteligencia y con maestría la situación por la que atraviesan los pueblos indígenas y la represión de la que son objeto. La guerrilla recurrente nos permitió recordar los orígenes que llevaron al EZLN a enfrentarse con la autoridad establecida.

El papel de Carlos en la Comisión de Intermediación entre el gobierno federal y el Ejército Popular Revolucionario junto a Samuel Ruiz, Juan de Dios Hernández Monge, Enrique González Ruiz, Rosario Ibarra de Piedra, Miguel Ángel Granados Chapa y Gilberto López y Rivas, nos habla de su integridad, de su ya larga trayectoria con un intelectual comprometido con sus ideales para hacer en este país haya justicia social. Recordamos a Carlos siempre con un discurso pausado, cimentado, congruente con sus ideas, sentado a la mesa con quienes, como él, son amigos de la casa, los que conocen las anécdotas familiares y están unidos por el cariño y la amistad que en el caso de Susana y Carlos se volvieron fraternos. Nos quedamos con la imagen del amigo cálido, generoso y solidario.

Fue una coincidencia y no una profecía lo que dice su personaje de “Los días y los días”: “A veces me llega un día que no necesito. Como el de mi enfermedad, por ejemplo.”

Nadie necesita un día así.

Carlos, cómo te extrañaremos tus amigos y sobre todo los que requieren una voz como la tuya. Hasta luego, maestro.

*Texto leido por Luis Chumacero, en el homenaje que organizó el gobierno del Distrito Federal a Carlos Montemayor.

Fotografías: Pascual Borzelli Iglesias para abartraba
Diseño y edición: Miguel Borzelli Arenas

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