Decir que la muerte prematura de Carlos Montemayor me sorprendió, es poca cosa. Fue un impacto desconcertante. Hacía algunos meses estuvimos juntos y no percibí alguna enfermedad. Carlos no fue quejumbroso y era a cambio discreto. Aunque con rigor él perteneció a una generación debajo de la mía, la vida universitaria nos acercó hace más de 35 años, cuando fundaron la Universidad Autónoma Metropolitana. Carlos trabajó en el plantel de Azcapotzalco y yo en Xochimilco. Rumbos opuestos, sin embargo, pronto destacó como profesor universitario y lo nombraron director de Difusión Cultural de las entonces tres unidades. Su papel fue inolvidable, hasta hoy podemos encontrar huellas de su paso. En la UAM-A hizo relación estrecha con otros escritores de gran estatura: Bernardo Ruiz, Jorge Ruiz Dueñas, Sandro Cohen y Marco Antonio Campos (que estaba en la UNAM, pero que tenía larga amistad con el primero). Yo me sumé de manera un tanto accidental y todos juntos hicimos por lo menos dos viajes memorables, uno a Nueva York que, como bien precisa Marco Antonio Campos, ha merecido infinidad de historias e interpretaciones. Íbamos con el poeta Rubén Bonifaz Nuño a dictar conferencias a diversas universidades.
Carlos Montemayor se formó en la lectura de los clásicos griegos y latinos, fue un cercano amigo de Bonifaz Nuño, a quien yo conocía de más lejos a causa de mi edad. Fue poeta, traductor, novelista, ensayista, un hombre de letras cabal, en el más amplio sentido del término. Su formación académica y sus lecturas lo fueron gradualmente inclinando a los temas sociales. Dejó atrás Las llaves de Urgell, 1971 y escribió libros como Guerra en el Paraíso, 1977 y Las armas del alba, 2003. Su trabajo más reciente refleja sus sentimientos de corte político, su papel de intelectual crítico.
Sin dejar el griego y el latín, se acercó a las lenguas indígenas y pronto se convirtió en un formidable promotor. Como pocos, se adentró en un mundo desdeñado, donde fue un decidido defensor de los derechos de esos sectores marginales que carecen de apoyos oficiales de carne y hueso. Se concentró en la literatura de las diversas etnias y al mismo tiempo fue un intenso participante de la búsqueda de soluciones pacíficas con los movimientos guerrilleros de México.
Carlos, por fortuna y debido a su extremo talento y sensibilidad, obtuvo multitud de premios y reconocimientos, incluido el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el campo de la Literatura y la Lingüística, entregado el año pasado. Era miembro de la Academia de la Lengua y de otras instituciones igualmente prestigiadas. A su ingreso a esta academia, recuerdo bien que le acompañé con otros amigos, los arriba citados. En una época solíamos reunirnos Bonifaz Nuño, Carlos y yo a comer y conversar. Más adelante las actividades nos separaron un tanto, pero no para impedir encuentros magníficos en la FIL de Guadalajara, en la de Minería o en algún otro escenario importante. La última vez que estuvimos juntos en un acto cultural, fue en la Fundación Sebastián, lugar donde se festejó la carrera artística del prestigiado barítono Roberto Bañuelas, por cierto maestro de canto de Carlos. Allí, mi querido amigo cantó arias alemanas y a mí me correspondió hablar del Bañuelas escritor. Esto fue el año pasado, si Carlos ya estaba enfermo, no se le notaba y él tampoco lo contaba a cualquiera. Imagino que sólo su familia estaba al tanto de sus males.
La muerte de Carlos Montemayor caló hondo y en todos los medios se dio la noticia como algo lamentable, las palabras de duelo se repitieron en boca de los mayores intelectuales del país. Yo, en lo personal, había sido advertido de la gravedad que reclamaba su cuerpo por Bernardo Ruiz, quien días más tarde me dio la pésima noticia de su fallecimiento. En estas mismas páginas hubo una correcta información sobre su vida y obras, y alguno como Rafael Cardona hizo notar su dolor personal. Recordó la histórica relación de amistad con Alí Chumacero, poeta de talento y amigo generoso. Cuando me dieron la noticia, ya había entregado a Crónica mi habitual colaboración, pero en ésta me sumo al sufrimiento de familiares y amigos. Lo echaremos de menos. Deja un enorme hueco que no es fácil llenar. Fue un intelectual de conducta intachable, dio a conocer sus ideas a través de pláticas, artículos y libros. Solía hablar de modo pausado, dejando claras sus ideas sobre el maltrato a los indígenas o la manera en que el narcotráfico ha penetrado a las instituciones. Fue, pues, un hombre comprometido.
Su apariencia era la de un hombre serio, incapaz de bromas. Todo lo contrario, solía contar chistes con agudeza y reír a carcajadas. Su fina ironía la practicaba con elegancia y distinción. Fue un caso único en las letras mexicanas. Es una pena que haya muerto prematuramente, con tareas importantes que llevar a cabo. No sólo las personas que he mencionado en esta afligida nota lo recordaremos por siempre, también aquellos seres frágiles y desprotegidos por los cuales trabajó con vigor: los indígenas mexicanos.
Texto: René Avilés Fabila
Diseño y edición: Miguel Borzelli Arenas
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