lunes, 1 de febrero de 2010

El José Emilio Pacheco de Margo Glantz.*


José Emilio Pacheco, Cristina Pacheco, Carlos Monsiváis, Consuelo Sáizar, Elena Poniatowska, Alonso Lujambio, la filóloga española Francisca Noguerol, quien realizó la antología con motivo del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, Margo Glantz, y la directora del INBA
© Borzelli Photography

1.
Vieja y legítima es la tradición del lamento en México, presente en nuestro país desde tiempo inmemorial, quizá desde la caída de Tenochtitlán, derrumbe que se prosigue hasta nuestros días; resuenan todavía en nuestros oídos los trenos pronunciados por los mexicas, tal y como los escuchamos en la aproximación –para usar una de las categorías preferidas por José Emilio Pacheco (JEP)- que de ellos hizo Miguel León Portilla en su Visión de los vencidos, libro que acaba de celebrar sus primeros 50 años de vida, religiosamente editado en la Biblioteca del estudiante universitario que dirigió hace mucho tiempo J. E. Pacheco en nuestra Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, en la que Jaime García Terrés fuera alguna vez director de Difusión Cultural en la época del rector Ignacio Chávez, y José Emilio, jovencísimo, secretario de redacción de la Revista de la Universidad en su período más glorioso, nunca superado; allí publicaba casi imberbe, delgado y con anteojos, su columna Simpatías y diferencias, continuada ininterrumpidamente durante muchos años, como esas calles mexicanas que se cortan y reciben en su mismo transcurso otros nombres, a saber, Calendario en Siempre, Inventario en Excélsior y luego en Proceso, columnas que deberían ser reeditadas, o quizá convertirse en blogs, ahora tan de moda y que JEP anticipó con creces.

© Borzelli Photography
Interrumpo, hago un paréntesis: sugiero –muchos lo han sugerido, entonces, exijo, ¿puedo exigir?- que se publiquen esas columnas, que JEP no les vuelva a meter mano y que le entreguen en este mismo Palacio de Bellas Artes, dentro de cinco años, en que gloriosamente cumplirá sus 75, el o los volúmenes editados, junto con otra medalla de oro.

Margo Glantz, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis
© Borzelli Photography

2.
Sí, vieja es la tradición del lamento: me encuentro a JEP en el aeropuerto, él va a Monterrey, yo a Guadalajara, o viceversa, acaba de recibir uno de sus múltiples premios, le pregunto ¿cómo estás? Mal, me contesta, anoche me robaron mi Volkswagen blanco; en su poesía JEP se hace eco de la visión de los vencidos:

“pueblos hábiles para la guerra…
con manos delicadas para tallar la piedra
entretejer las plumas
abrir el pecho de los cautivos –y con lágrimas/
para llorar después la servidumbre”.

José Emilio Pacheco y Thelma Nava © Borzelli Photography

En sus intensos textos elegiacos de tono imprecatorio, Visión de Anáhuac o Palinodia del polvo, Alfonso Reyes también practica esa tradición: en ellos el desierto natural, desencajado de la tierra por su luminosidad y su retorcimiento (prefigurando avant la lettre la visión de Lowry), tiende igualmente, no en su contenido sino en el movimiento necesario para producirlo, a la destrucción total.
© Borzelli Photography

La transparencia, la luminosidad se cancelan y se deterioran en la lenta y secular labor de los creadores del desierto artificial, de aquéllos que emprendieron un desastre que origina, como dijo Reyes proféticamente en 1915, "el espanto social", el desierto, otro de los temas recurrentes en la obra de nuestro homenajeado:

“Somos una isla de aridez
y el polvo
reina copiosamente entre su estrago.
Sin embargo la tierra permanece
y todo lo demás
pasa
se extingue
se vuelve arena para el gran desierto”

p. 165 nos dice en Islas a la deriva.

© Borzelli Photography

José Gorostiza se conduele por su parte de la muerte sin fin del universo entero como José Emilio lo hace al acercarse a él en Los elementos de la noche, poema escrito entre 1958 –¡hace 50 años y él con 20!- y 1962, poniendo en práctica su teoría de la aproximación y reinstaurando a su modo la figura inmarcesible que del agua sitiada por el vaso nos legó el poeta tabasqueño.

Por eso podemos declarar sin ambages que no hay nadie en la literatura mexicana que le dispute a José Emilio su don innato para el lamento o su capacidad para verbalizar con espléndidas imágenes la catástrofe:

“Allá en el fondo de la vieja infancia
eran los árboles
el simulacro de río
la casa tras la huerta
el sol de viento
que calcinó los años
Un desierto que hoy se sigue llamando Tacubaya
Nada quedó.
También en la memoria
las ruinas dejan sitio/ a nuevas ruinas”,

Explica en Irás y no volverás, 1969-1972.

Margo Glantz y José Emilio Pacheco © Borzelli Photoraphy

3.
Sí, todo cambia, ya lo había dicho el viejo Heráclito, y nuestro poeta hace suya la premisa:

“El viento pasa y al pasar se desdice
se lleva el tiempo y desdibuja el mundo”;

Cambio incesante modulado como lamento y asociado eternamente al tema de la fugacidad, inscrito a su vez en una estética de la desaparición, como acertadamente la designa Hernán Bravo Varela en la reciente entrevista que le hiciera en Letras Libres, pero acotada por JEP: “No soy, afirma, el inventor de la disolución y del caos”, aunque esté convencido de que en poesía “sólo la desgracia y el sufrimiento hablan”, y por ello mismo, en su escritura, sean un punto de arranque perentorio:

“Mi punzante estribillo es nunca más.
Y sin embargo amo este cambio perpetuo
este variar segundo tras segundo
porque sin él lo que llamamos vida
sería de piedra”.

(“Contraelegía” Irás y no volverás)

Y ese cambio perpetuo acaba siendo la esencia misma de la poesía, o la poesía a secas, porque “ésta jamás se queda inmóvil”, y porque

“Todo poema
es un ser vivo
envejece”.

© Borzelli Photography

Y justamente por eso, porque los poemas son seres vivos y envejecen, José Emilio se aboca a la tarea de resucitarlos aproximándose a ellos y haciendo que también nosotros lo hagamos.

Otra de sus máximas pasiones, la continua revisión de los poemas que lo han formado, los que constituyen su canon, incesantemente revisado. Esta fase de su obra abarca, como de costumbre, un vastísimo repertorio de grandes poetas de varias nacionalidades y lenguas: al grado de que a cada reimpresión de sus textos los editores se enfrentan con un nuevo libro.

Ahora JEP tiene un nuevo pretexto para lamentarse: no podrá reeditar su muy visitada versión de los cuatro cuartetos de Eliot, quiero pensar que no se debe a inconvenientes materiales sino al temor de que Eliot regrese de su tumba, ofuscado, y trate de traducir su poema de nuevo al inglés: la versión de José Emilio lo ha superado. En cambio, se ha publicado su nueva aproximación al Cantar de los Cantares, el más bello poema de todos los siglos, afirma su aproximador, decantado en lengua castellana por Fray Luis de León y, ahora, por Pacheco.


Vicente Quirarte, Elena Poniatowska, Margo Glantz, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Francisca Noguerol
© Borzelli Photography

4.
Todo acontecer por insignificante o grandioso que sea encuentra su cauce en un poema: ya se trate de la bomba atómica, el holocausto, la matanza de Tlaltelolco, los ejes viales, la Historia Universal, la de México o la letra Ñ, un sapo, un elefante o una babosa o ¿por qué no? y de manera oportuna para documentar su pesimismo en dos etapas de la vida de México, la fiebre aftosa y la fiebre porcina.

La poesía de Pacheco puede leerse como un Ready-Made, dice José Miguel Oviedo: en efecto, su habilidad para detener el presente en el poema, en el momento mismo en que deja de ser presente, podría asociarla con esos objetos que, habiendo perdido su funcionalidad de origen, fueron convertidos por Duchamp en obras de arte, por el simple hecho de haberlos singularizado y salvados a tiempo de la ceguera del presente.

Su poesía denota la voracidad del coleccionista que pretende evitar la desaparición de las vivencias, de los objetos y de los acontecimientos seleccionados para convertirlos en poema con la pretensión si no de eternizarlos, por lo menos de preservarlos como arte: “Estoy, explica, en contra de la idealización de lo vivido pero totalmente a favor de la memoria”.

Margo Glantz y José Emilio Pacheco © Borzelli Photoraphy

5.
Me interrumpo aquí, tomo prestadas de su libro Historias de amor las palabras de Tamara Kamenszain: “La poesía como lo más parecido a una autobiografía de la muerte. Porque no hay una manera humana de abandonar la primera persona gramatical, aunque se ensayen otras. Y esto es como decir que no se puede no morir. Escribir en verso, entonces, supone siempre escribir en forma de diario, extremando en cada escansión, en cada suspensión del sentido, en cada parálisis narrativa, lo que está por terminar”.

José Emilio Pachecho y José de la Colina © Borzelli Photography

6.
Y en la autobiografía de la muerte cabe la de una ciudad: la ciudad de México desaparecida, esa ciudad donde fuera posible que aconteciesen Las batallas en el desierto, aquí un desierto puramente urbano, del cual no sólo desaparecieron las casas, las avenidas, los parques, sino las mujeres, tema asimismo recurrente en la obra de Pacheco, y aunque del tiempo pasado no se puede tener nostalgia, pues ¿quién puede tenerla de ese horror?, como asegura al final del libro Carlitos, el protagonista de la novela, la nostalgia adquiere relevancia cuando un mismo personaje femenino idealizado aparece y desaparece como fantasma en varios de sus relatos o de sus poemas: por ejemplo en los cuentos “Tarde de agosto” o “Aqueronte” de El viento distante, en la figura más corpórea aunque evanescente de Mariana en Las Batallas en el desierto o, la de Ana Luisa de El principio del placer y, finalmente, para sólo enumerar unas cuantas, la protagonista de “El señor Morón y la Niña de plata, o una imagen del deseo”, cuento en cinco actos y en verso de uno de sus dos últimos libros publicados por la editorial Era, Como en la lluvia, donde José Emilio practica la imposible operación de condensar y disolver los géneros literarios en sólo siete páginas.

© Borzelli Photography

7.
Las batallas en el desierto retoma el tono sencillo e ingenuo propio de un niño a punto de convertirse en adolescente, enamorado desesperadamente de la madre de un condiscípulo.

Fue publicada en 1981, año en que yo también publiqué Las genealogías, que habían aparecido por entregas a manera de folletín en el periódico Unomásuno. Ambos libros bien distintos entre sí tiene en común el recuerdo de una ciudad que se ha demolido, como se afirma en la contraportada del libro “Una ciudad y un niño crecen, se transforman y se deforman juntos, arrastrados sin posibilidad de resistencia inmediata por la fuerza de un proceso históricamente ciego y sin sentido: vidas individuales y existencia colectiva dominadas por la frustración y la impotencia... JEP lleva a cabo un implacable y lúcido ajuste de cuentas con la realidad que le tocó vivir a su generación...”

© Borzelli Photography

8.
Para leer esta novela es necesario aceptar la voracidad que hace de José Emilio un coleccionista: una voracidad constreñida a claudicar y desvanecerse en la enumeración, para tornarse, como en los cuentos de Borges, en sobriedad de la abundancia y en condensación de la Historia, así con mayúsculas:

Me acuerdo, no me acuerdo: ¡Qué año era aquél? Ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero solitario, La legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las Calles de México, Canseco, El Doctor I.Q… Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto…

Y liberando así su propia voracidad, esa voracidad que se manifiesta en su tendencia a la acumulación de todo tipo de libros, de noticias, de anécdotas, de comida, y en este texto, por el acopio aparentemente indiscriminado de datos dispares, de conductas diversas y acontecimientos de diferente densidad, Pacheco logra el milagro de contagiar a su lector y convertirlo a su vez en un devorador, alquimia fascinante que disuelve hasta hacerla digerible la erudición oculta debajo de cada una de las numerosas aunque delgadas capas de esta novela admirable que ha logrado la máxima economía textual.

© Borzelli Photography

9.
Como todo libro que ha condensado una enorme cantidad de acontecimientos y datos diversos, Las batallas en el desierto se presta a numerosas aproximaciones.

Privilegio una, invade el texto de manera frágil y ligera pero sustancial. Me refiero a la profesión del padre de Carlitos, dueño de una fábrica de jabón, una industria nacional que empieza a tambalearse debido a la entonces incipiente invasión de productos extranjeros en el mercado mexicano, durante el período alemanista, invasión avasalladora a partir del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos que ahora padecemos indiscriminadamente.

© Borzelli Photography

La ruina de la fábrica de jabón transforma el entorno de Carlitos en una típica familia de medio pelo que nos permite convivir como lectores con varios de los mecanismos que, perfeccionados después, habrían de convertirnos en la zona de derrumbe en que hoy vivimos. Y los objetos, en este caso, un simple jabón o los varios jabones que la fábrica produce, le otorgan a la novela su alto grado de credibilidad, en tanto que mediadores de cultura mucho más rápidos que las ideas -diría Barthes-, fantasmas tan activos como las situaciones mismas, movilizadas por la literatura para aparecer en su más absoluta vitalidad. Carlitos y su familia regresan a su antigua condición privilegiada cuando la fábrica quiebra y el padre se convierte en gerente de una industria transnacional, de jabones, naturalmente.

Cristina Pacheco y José Emilio Pacheco © Borzelli Photography

Y por ello no me asombra que el último libro publicado de Pacheco, La edad de las tinieblas que contiene 50 poemas en prosa, comience con un elogio del jabón: “El objeto más bello y más limpio de este mundo es el jabón oval que sólo huele a sí mismo”. Objeto que en sí mismo contiene la más absoluta paradoja, concluye Pacheco: “Inocencia y pureza van a sacrificarse en el altar de la inmundicia”.

* Palabras pronunciadas en el Homenaje a José Emilio Pacheco, en la ceremonia de entrega de la Medalla de Oro por su trayectoria, el 28 de junio de 2009, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.

Margo Glantz, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Francisca Noguerol
© Borzelli Photography

© Borzelli Photography

Premios y reconocimientos de José Emilio Pacheco
Premios
1967 Premio Magda Donato por Morirás lejos.
1969 Premio Nacional de Poesía Aguascalientes por No me preguntes cómo pasa el tiempo.
1973 Premio Xavier Villaurrutia por El principio del placer.
1980 Premio Nacional de Periodismo por Divulgación cultural.
1991 Premio Malcolm Lowry por trayectoria (Ensayo literario).
1992 Premio Nacional de Lingüística y Literatura.
1996 Premio José Asunción Silva al mejor libro de poemas en español publicado entre 1990 y 1995.
2001 Premio Iberoamericano de Letras José Donoso.
2003 Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo.
2003 Premio de Poesía Iberoamericana Ramón López Velarde.
2004 Premio Internacional Alfonso Reyes.
2004 Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda.
2005 Premio Internacional de Poesía Ciudad de Granada, Federico García Lorca.
2009 Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
2009 Premio Miguel de Cervantes, de las letras.

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Reconocimientos
2009 La Medalla 1808, otorgada por el gobierno del Distrito Federal.
2009 La Medalla de Oro de Bellas Artes, otorgada por el Instituto Nacional de Bellas Artes.

Laura Emilia Pacheco, Cristina Pacheco, José Emilio Pachecho © Borzelli Photography

Texto: Margo Glantz
Información de premios y reconocimientos: abartraba
Diseño y edición: Miguel Borzelli Arenas
Fotografías: Miguel Borzelli Arenas y Pascual Borzelli Iglesias para abartraba

2 comentarios:

  1. FELICITO AL SR. BORZELLI POR EXCELENTES FOTOGRAFÍAS, Y EL REPORTAJE DE LA SRA. GLANTZ...¡GRANDIOSO!

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  2. Hola!!!!acabo de encontrar su foro y he quedado realmente
    fascinada,con la publicación del 1 de Febrero 2010,habla sobre Jese
    Emilio Pacheco,y además las fotitos son Preciosas,un saludo
    afectuoso!!!!

    Andrea Albarrán

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